La ley del soldado - día de los veteranos
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Entonces, volví a encontrarme con amigos de los días de estudiante universitario. La mayoría eran veteranos de la Segunda Guerra Mundial y habían terminado sus estudios en instituciones
estatales, gracias a la Ley del Soldado. Esta ley les había pagado los cuatro años de universidad y estaba disponible para los veteranos de la Guerra de Corea. Tomé la decisión de
inscribirme en el turno noche de University of California (Universidad de California – UC), Berkeley, preparado para enfrentar un laberinto de papeleo para poder ingresar. Pero todo lo que
necesité fue mi documentación de baja. Inscribirse nunca había sido tan sencillo. Estudié ciencias políticas y fotografía en la UC; luego, concurrí a una universidad comunal para tomar
cursos de política internacional e historia de China, a lo que siguió un estudio sobre la ley de difamación en el Hasting College of Law, en San Francisco, todo gracias a la Ley del Soldado.
Para ese entonces, ya había conseguido un trabajo en un periódico pequeño, al otro lado de la bahía, en Richmond, la ciudad donde Henry Kaiser había construido las flotas de los “Liberty
Ships” (los “buques de la libertad”), durante la Segunda Guerra Mundial. Cuando me contrataron, entendí que mi carrera había comenzado, de modo que nunca pedí un título. Sin embargo, lo que
aprendí nunca se desperdició, sino que forma parte del caudal de conocimientos que todo buen periodista debe poseer. Nuestra situación doméstica era mejor, pero todavía no era la ideal.
Hacia fines de 1952, nos mudamos del pequeño apartamento en San Francisco a lo que habían sido las viviendas temporarias para los trabajadores del astillero de Richmond durante la guerra,
una serie de unidades tipo caja, que estaban desparramadas en un área que se llamaba Triangle Village. Nuestra nueva vivienda no era del todo adecuada y, además, era peligrosa y ruidosa. Las
vías del ferrocarril sin cercas, que corrían a la vera del terreno, ponían en peligro a los niños, incluyendo a nuestra hija Cindy. El estruendo de los trenes, las 24 horas del día,
perturbaban la serenidad que Triangle ofrecía y hacía que dormir una noche entera fuera imposible. Comenzamos a buscar un lugar mejor y más seguro para que la familia creciera, y, otra vez,
recurrimos a la Ley del Soldado. Después de semanas de búsqueda, encontramos lo que deseábamos: una casa en las colinas, con vista a Richmond, que estaba en construcción. El constructor
pedía $12.500. Mientras tanto, yo me había presentado en la Veterans Administration para solicitar un préstamo bajo la Ley del Soldado, y el 18 de febrero de 1954, recibí el certificado de
elegibilidad. Contra toda probabilidad, con un salario de $75 a la semana que me pagaba el periódico, pudimos comprar la casa, sin pago inicial, con un préstamo garantizado, en parte, por el
Tío Sam y con una tasa de interés del cuatro por ciento; todo esto gracias a un gobierno que yo pensaba que nos había abandonado. Todavía guardo ese certificado. Nuestra segunda hija,
Linda, nació en el hogar donde vivimos por diez años antes de mudarnos a un lugar más grande, sobre un terreno de dos acres, al pie del Monte Diablo. Mi carrera florecía en el Oakland
Tribune, cuando llegó nuestro hijo Allen, y, más tarde, alcanzó nuevas alturas cuando pasé al Los Angeles Times, donde compartí tres medallas doradas de los Premios Pulitzer, primero como
periodista y, luego, como columnista. En 2000, ya periodista ganador del Premio Pulitzer, Al Martinez regresó a Corea. La Ley del Soldado les brindó a los veteranos un empuje tanto emocional
como financiero. Esto es especialmente cierto para los que peleamos en la Guerra de Corea y volvimos no para el reconocimiento, sino al silencio. Me abrió la puerta a una carrera llena de
honores que prosiguió por 57 años. Al permitirme continuar mi educación y comprar mi primera casa, la Ley del Soldado le dio a toda mi familia un nuevo punto de partida. Fue el
agradecimiento supremo de Estados Unidos, por un año en la guerra.