La máquina del tiempo | la verdad
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Una tarde, mientras buscaba la dirección de una calle en internet, acabé por accidente dándome una vuelta por 2010. Ocurrió al pulsar un botón en ... el que nunca había reparado entre las
opciones de los mapas de Google. De inmediato, se desplegó ante mí el panel de mandos de la máquina del tiempo más modesta del mundo: una lista de fechas para embarcarse en trayectos
temporales humildes y de corta distancia, con un retroceso máximo de 17 años, a los que se accede a través de la herramienta que permite recorrer las ciudades a pie de calle. En cierto
sentido, fue como si un Cercanías hubiera tomado el lugar del DeLorean. Por supuesto, me decanté por la más lejana posible, deshaciéndome en un solo clic de 15 años de progreso y crisis
globales. Aterricé en mitad de un carril de Murcia atestado de coches congelados y transeúntes con los rostros diluidos. Desde allí, empecé a moverme despacio y con reservas, con una
sensación entre la familiaridad y el desconcierto, como si hubiera ido a saludar al hermano gemelo equivocado y ambos nos hubiéramos empeñado en seguir la conversación y fingir conocernos.
Pude cruzarme así con las personas que fuimos, con la ropa de la que decidimos deshacernos, con los auriculares con cable y las cafeterías extintas. Lo primero que hice fue ir a la calle
donde vivía entonces, y me quedé allí un buen rato, junto al portal que un día fue el portal de siempre, saltando entre años para ver los cambios. Por un momento, tuve ganas de que la
tecnología fuera un paso más allá y me permitiera llamar al timbre para poder esperarme al otro lado de la puerta, decir 'yo de ti no me preocuparía tanto' y marcharme luego
apresuradamente. Más tarde hice lo mismo con otros viejos lugares de residencia: en el bajo enladrillado de 2014 surgió una panadería; y en la hamburguesería, el toldo rojo pasó a mejor vida
en un punto indeterminado entre 2019 y 2022. En la última de las calles, el bar ganó una terraza y cambió de nombre un par de veces. Recordé entonces algo que me contó un amigo, mientras
veíamos el partido del Inter contra el Barcelona, sobre el estadio que el equipo italiano comparte con el otro gran club de su ciudad, el A. C. Milan. «Tiene un nombre u otro según quien
juegue». Cuando lo hace el Inter, se trata del Giuseppe Meazza. Sin embargo, cuando llega el turno del Milan, los aficionados, al acceder al mismo recinto, dicen estar en San Siro. Me
pareció una bonita forma de probar algo a lo que daba vueltas frente a todos mis domicilios: que el lugar donde está tu casa nunca lo define la propia casa, sino la gente que hay dentro.