Errejón como síntoma, por Marta Martín Llaguno
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El exportavoz de Sumar en el Congreso, Íñigo Errejón. | Europa Press
Íñigo Errejón, alguna vez la gran esperanza de una izquierda reformista, ha protagonizado un escarnio solo digno de los peores fachas (sic). No seré yo quien contribuya a ello, pero sí le
usaré de percha. Porque, más allá del relato concreto, el caso Errejón es el síntoma de cuestiones que, a mi juicio, vienen erosionado gravemente la democracia.
En primer lugar, la instrumentalización de los individuos. Al parecer, los problemas del exparlamentario, enfermo desde hace años, eran conocidos en su entorno. Tapando riesgos para víctimas
y para el afectado, como ha confesado Tania Sánchez, la figura fue instrumentalizada por una corte de alimañas. Cuando el personaje no ha servido más… sí lo ha hecho su escarnio cumpliendo
funciones como saldar cuentas, distraer de la corrupción, aumentar emolumentos de alguna periodista y reconfigurar estratégicamente el tablero político. Líbreme yo de presentar a Errejón
como víctima inocente (él mismo ha admitido el juego)… pero el proceso que le han montado (con independencia de su génesis y salvando distancias) recuerda a casos de líderes a los que el
sistema hizo desaparecer. Es la teoría de la «goma de la lavadora» de mi amigo Pedro Herrero: en política, a las personas cuando no sirven a ciertos intereses se cambian cual pieza de
electrodoméstico.
En segundo lugar, la instrumentalización de las causas. La izquierda y la ultraizquierda practican sin pudor el pinkwashing, el término acuñado por Breast Cancer, para denunciar el cinismo
de «sacar tajada» de una causa sin vincularse a ella ni esforzarse por solucionarla. El feminismo ha sido una farsa esgrimida por partidos para ganar apoyos y votos de las mujeres, que somos
muchas y votamos mucho. Lo grave es que quienes se proclaman «más feministas» dando lecciones al resto, no solo han impuesto las políticas más dañinas para nosotras, sino que han permitido
las estructuras y prácticas más machistas en sus organizaciones. La normalización de la hipocresía, pero sobre todo la normalización de la instrumentalización de nuestros problemas tiene que
ser denunciada. Alto y claro, con nombres (no anónimamente para vender libros).
En tercer lugar, la polarización maniquea de la esfera pública. Cuando la política se presenta como una cruzada moral, con relatos en torno a santos y demonios, no queda espacio para matices
o complejidades. En la narrativa de «o estás conmigo o estás contra mí» (superútil para autoritarismos) cualquier posición intermedia desencadena un efecto bumerán. Esta dinámica,
potenciada por Sánchez (un presidente que dijo que venía a levantar muros), ha generado un clima público asfixiante y ahora algunos que han contribuido a ello han tomado de la medicina.
En cuarto lugar, la mediocridad y el gregarismo. El caso Errejón refleja la política de la podredumbre en su versión más cruda: la del «quien calla, cobra» impuesta en las formaciones
políticas bajo el eufemismo de «la lealtad». El mal llamado «pacto antitransfuguismo» (a todas luces a mi juicio inconstitucional porque elimina la libertad de voto) que quisieron imponer
algunos exdirigentes de Ciudadanos la última legislatura fomenta un ecosistema parlamentario insano. Cuando el silencio y la omertá son las divisas más valiosas, algo no funciona en la
democracia. Investigar lo que está pasando en los grupos parlamentarios es una tarea urgente.
«Cuando las decisiones se toman en función del impacto mediático, los linchamientos son lo más efectivo»
En quinto lugar, la espectacularización y el triunfo del relato. Cuando las decisiones se toman en función del impacto mediático, los linchamientos son lo más efectivo. Si se trata de
imponer «castigos» inmediatos que satisfagan a públicos ávidos de venganza y escudados en el anonimato, los hechos (incluso las sentencias judiciales) son accesorios. La pena de banquillo es
el mejor elemento de coacción para manejar la vida pública y resulta aterrador el potencial lapidario de redes y pantallas (y el poder que tienen quienes saben manejarlo).
En sexto lugar, la discrecionalidad y la voladura del Estado de derecho. El progresismo (sic) ha ido construyendo una perversa combinación de adoctrinamiento con injusticia. Por una misma
cuestión, han destruido al «otro» mientras protegían al «propio»; han fiscalizado y condenado al enemigo mientras amnistiaban al delincuente amigo… sin despeinarse al justificarlo. Las cosas
son buenas o malas no en función de lo que son, sino en función de la relación con el poder. Como prueba, la actuación de Sumar, que ha tomado decisiones fulgurantes sin publicidad ni
proceso alguno. La discrecionalidad a todos los niveles da cuenta de que no se trata de justicia, sino de mantener a flote una estructura: no es equidad, es flexibilidad al servicio del
poder. Pero ojo: la no aplicación ecuánime de normas es la voladura del Estado de derecho, la base de la democracia. No se engañen.
Para finalizar, cabría preguntarse para qué se ha montado el espectáculo Errejón que nos ha tenido tan distraídos. Me acordaba hace unos días de la frase de Il Gattopardo: «Si queremos que
todo siga como está, necesitamos que todo cambie». Pues eso.
PS: Me planteaba escribir sobre la DANA en mi tierra. Es tal el trauma y el shock que he sido incapaz. Una tragedia inconmensurable. Toda ayuda va a ser poca. Mi cariño a los afectados y el
anhelo de un pronto rescate a quienes siguen desaparecidos.
«Los desmanes, abusos e incoherencias no son ya una excepción, sino un método. Y la manipulación emocional parece haberse convertido en política de Estado»
«Auténticos expertos en la amplificación del desacuerdo, PP y Vox logran anular el único consenso mollar posible: que este Gobierno es inaguantable»
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